Me gustaría tener tiempo para poder pintar todo lo que he dibujado. Me hubiera gustado aprender a pintar desde mucho antes, desde muy joven, y tener un recuerdo de tantas cosas que vi.
Es curioso, pero habiendo yo sido un dibujante profesional toda mi vida, he sido también, desde que empecé a pintar , un pintor vergonzante. Hasta hace poco tiempo solamente mi familia había visto mis cuadros y unos cuantos de mis amigos sabían de mi afición dominical. Contados de ellos me han visto pintar, yo no lo decía a nadie, porque pintar es muy distinto a dibujar aunque parezca lo contrario.
Con todos mis problemas técnicos y con todo el trabajo que me cuesta pintar, considero que hacerlo es lo más cercano a la felicidad que existe. Al pintar yo siento todas las emociones, desde el pánico hasta el éxtasis. Cuando estoy solo, frente al lienzo en blanco, tengo un miedo terrible. Me acerco, pienso, me retiro, doy vueltas, me pongo nervioso, angustiado, tenso. No sé qué hacer, toco la tela, dudo y tiemblo. Luego comienzo poco a poco. Me alejo de la tela cada vez menos. Me voy metiendo y metiendo en lo que estoy trazando y pronto pintar se convierte en una actividad frenética imposible de detener. No hay pensamiento que me distraiga. No siento dolor ni cansancio, únicamente las sensaciones que me va contagiando el cuadro: gusto, risa, frustración, agonía, ansiedad o paz infinita. Siento a veces algo como una enorme nostalgia. Pintar es tan hermoso como estar enamorado y tal vez sólo existe algo mejor : hacer el amor.
Los primitivos, los "naïfs", tienen una clasificación en la pintura, clasificación presidida por Henri Rousseau, el gran Aduanero. Yo adoro a Rousseau y a otros primitivos, como Joseph Pickett, Camille Bombois, Jules Lefranc, Ralph Fassanella y Grandma Moses. Envidio su gracia y me gustaría estar viendo siempre sus cuadros, pero no me gustaría aspirar a clasificarme entre ellos. Ser consciente y deliberadamente "naïf", es decir ser conscientemente ingenuo, no es posible. Más temprano que tarde se encuentra la falsedad de esa posición. Y pretender serlo constituye una hipocresía imperdonable. Soy totalmente sincero. No pinto para nadie. Pinto sólo para proporcionarme el placer de poder hacer cosas difíciles (en el peor de los casos) y para intentar, con mis armas, penetrar el misterio.
El misterio en la pintura sería lo que en otras actividades de la vida, a falta de palabras que lo definan, la voz popular llama "clase", "toque", "duende", "ángel", y que, en último caso, es gracia. Gracia que nadie sabe de dónde viene, gracia que no se adquiere, pero que cuando está ahí todos la pueden ver y sentir.
La gracia es la revelación del misterio. Es decir, es el misterio. Sin esta gracia las manzanas que pintó Cézanne nunca hubieran pasado de ser simples manzanas.
De los pintores poseedores del misterio, o sea los grandes de antes y de ahora, admiro a casi todos, independientemente de su estilo o época. Cuando estoy en las galerías o en los museos tengo una forma personal de comunicarme con mis favoritos: los insulto. Si veo un cuadro de Claude Monet, por ejemplo, me acerco y noto que su maestría era tanta que todo está hecho con una sola pincelada, que lo hizo así nomás, sin preocuparse de nada, perfecto: le digo bandido, miserable, abusivo, y todo lo que se me ocurre. Si veo a Turner, a Goya, a Van Gogh, a Cézanne, a Utrillo, a Magritte, a Juan Soriano, a Jasper Johns, a Cuevas, hago lo mismo: los insulto, y en esa forma me comunico con ellos. La simple admiración no es suficiente. Creo que son tan tan buenos que hay que insultarlos. Bueno, esto es sólo una forma de decir que lo que me gusta en la pintura es, de hecho, todo. Cuando menos, todo me interesa.
Abel Quezada
Los Tiempos Perdidos. Pintura de Abel Quezada
Museo de Arte Moderno
México, D.F. 1985